De retórica y duendes...

En puntas de pie y sobre un banquito, se asomó a la ventana. Estaba oscuro. No se oía ruido. Escaló lentamente y entró. Era un espacio pequeño, opaco. Sobre una mesa, bajita, un libro de tapas grandes la examinaba curioso. Se acercó... lo abrió. Encendió la diminuta lámpara que decoraba la esquina y comenzó a leer. Le fascinó la historia: llena de duendes y hadas; a penas real (no le importó). Se devoró las páginas... Rió a carcajadas, lloró, soñó; volvió a reir y una vez más... dudó...
El libro le consumió los días (su vida)... Por unos meses.
Pasaba en ese cuarto casi todas las tardes, algún amanecer y cada madrugada. Sus rimas protegieron su abrazo durante el invierno.
Cada noche diseñó finales para su cuento... cientos. Era imposible acertar: la historia giraba sin prisa, con pausas... sin vientos. Quizá fue eso lo que la atrapó: el misterio... el azar... la magia...
En un momento pensó en abandonar el libro, cerrarlo; sellar para siempre aquella ventana y no regresar a ese cuarto, jamás. Lo intentó... No pudo... Incluso cuando le quemaba la vista (y los sueños) siguió...
Se aprendió de memoria cada escena, ensayó cada acto, improvisó todo el guión. Imaginó escenarios y ritmos. Respetó los puntos y las comas y entre puntuaciones diversas lo descubrió: encontró la manera de burlar el final; adhirió párrafos; erráticas lineas que demoraron la historia, que alargaron el cuento que jamás  terminó...
Aún no se atreve a transgredir el recuadro; las crueles fronteras que le demarcan las tapas... Terminarlo significaría desaparecer del cuento, volverlo irreal, condenar la magia a unas cuantas lineas afónicas sobre una mesita... oscura. Prefiere evitarlo,  visitar pocas veces el cuarto y dilatar el final con unas cuantas letras ficticias; Caminar errante y de la mano de ese hada que vuelve a invitarla a pasear, sin un reloj (un ratito)...

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