para decirte: “Hasta
siempre”,
ni acariciar tu
mejilla
para rogar que te
quedes.
Pero El Señor contempló tu paso,
Pero El Señor contempló tu paso,
marchando ya muy
lentamente,
y te abrigó entre sus
brazos
para volverte más
fuerte.
Fue en una tarde de
otoño
y así hubiese sido en
diciembre,
idéntico helado sudor
me habría envuelto al
perderte.
Sé que no debo llorar,
Pero... Cómo duele...!
Hay tanto que anhelo
decirte,
aún no me resigno a no verte.
Mas ¿ Cómo traduzco el
dolor
que hasta la voz me
detiene?
Se entrelazan tu
risa y mi llanto,
y un río de
confusiones
se precipita en mi
frente.
Aún
me resuena tu voz
y hasta tu capricho
inocente;
eras tal cual una
niña:
pequeña, tenaz y
ocurrente.
Pero tu experiencia,
que tanto ha de
hablar,
tatuó tu peregrinar
y lo volvió indeleble.
Sé que no debo llorar,
Pero... Cómo duele;
si hasta me parece aún
oírte llegar
y conversarme
sonriente,
en un domingo
habitual,
en un almuerzo
corriente,
o en esa esperada cena
que se esfumó sin
tenerte...
Fue en una tarde de otoño
y aún no me atrevo a
perderte.
Y no me explico tu ausencia,
tu hoy,
ni aquel obstinado
apuro
que te arrebató
de repente;
sin ese último adiós
que transfigura al
presente...
No pude tomar tu mano
ni suplicar que te
quedes,
pero Jesús te abrigó
entre sus brazos,