Cuando sentir y pensar se desglosan, cuando bosquejo y cosmos no encajan; cuando el temor a intentar sabe encubrir, sin piedad, tantas ansias, hay cientos de puertas herméticas y una ventana, pequeña (arrimada)...
Con la mirada nubosa, osamos dictar sentencia y nos empecinamos, sin mas, con el repertorio de puertas (estancas). Una colección de artilugios embiste al montón de maderas que, sádico, agota la luz, la ilusión, el capricho, las ganas.
De lejos, en un costado, se oye un endeble crujir, que se aventura a sonar, en vano...
Nos obsesiona el portal; examinamos su estilo, su aspecto; ¿sus fallas? y cual oasis burlón, vemos girar esa llave que, con fervor, cae sobre el adoquín y se replica (en pedazos).
La ventanita pequeña arruga su ceño y calla...
No quedan puertas ya por probar y el camino para regresar se ve, cada vez, más largo.
Osamos contravenir (contrariar) cada ritual que, por años, supo guiar la razón y sus pasos. Nos vuelve a abrazar el temor, la impaciencia y la precipitada ambición que, sin pausa, despista un millón de bocetos (frustrados).
En medio de tanto silencio, oímos un ruido: volteamos... Corremos hasta llegar, exhaustos, con el utópico afán de lograrlo. Es un cuadrado pequeño. Soñamos. Giramos el débil pestillo, hacia ambos extremos; en vano...
A lo lejos, se asoma una claraboya, detrás de ella, una luz... No miramos...
Tozudos golpeamos cristales, metal y esperamos. La ventanilla no cede. Lloramos.
La claraboya nos mira, nos grita... No hablamos. Sabemos que espera allí y, en cambio, insistimos sobre aquel recuadro, aquel que tras tanto sonar y observarnos, optó por callar su voz, desaparecer... enseñarnos...
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