El mérito de una página en blanco radica en la libertar de crear... de creer. A penas restringen los márgenes; osados confines que no debiéramos trascender. Por lo demás, exento de limitantes. No funciona igual con un puzzle: alguien se ocupó del diseño y nos alienta a reconstruirlo, del modo que así se ideó.
Creí en bosquejos ajenos (¿designios?) y perseguí algún capricho. Fingía fluir en el "mientras tanto"... Las complicaciones afloran junto a las últimas piezas, aquellas que no encajan (en las que no cabemos); cuando nos empecinamos en vincular dos dibujos que (¿por azar?) resultan incompatibles; cuando la desilusión nos alcanza, nos hiere... nos confunde, nos hace sentir incapaces. ¿Incapaces de qué?¿ De vivir el sueño que alguien soñó? No lo sabemos, no lo entendemos y hasta insistimos, en vano, en una etérea parodia sin texto que parodiar... se nubla la vista, se tiñen los sueños y se desdibujan contornos que siempre... que siempre trazaron tu "plan"...
En medio de tanta bruma, osamos abrir los ojos, para avanzar, cual ciegos, por ese vago sendero que no se ve, en busca de algún horizonte que se escabulle. Volvemos a ejercer presión sobre esas últimas piezas con la renovada esperanza de que, esta vez, van a ensamblar. Y entonces, cuando el dibujo es cuasi perfecto, cuando el diseño pretende absorbernos... se quiebra... se parte... se esfuma... se pierde.
Abandonamos el puzzle, nos despojamos de líneas, de formas... de ruidos y, de repente, tras ensordecidos silencios, volvemos a oir. Y a mirar.
Entonces, amurallamos los miedos. Tomamos un nuevo libro y comenzamos a redactar, sin leyes, sobre esas vírgenes páginas bajo un ávido titular: HOY
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De penas, de hartazgo... de miedo
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