Y aquella tarde, una vez más, decidió intentarlo. Vislumbró la historia detrás del cristal, como cada día, sobre la misma mesita. Respiró profundo y escaló a la ventana...
Habían pasado unos días desde la última vez. Se preguntaba si acaso sería lo mismo. Se tomó unos minutos para recordar los capítulos; percibió miradas, proyectó sonrisas y finalmente... lo abrió. Lo recordaba más breve; sonrió aliviada al descubrir su error.
Se despojó de abrigos (y dudas), acercó el banquito y comenzó a leer; volvió a zambullirse en la historia, como el primer día... como cada vez. Así transcurrió su tarde, la consecuente mañana y el atardecer que siguió...
Sin que pudiera notarlo, volvió a naufragar en sus olas. Pero esta vez, sin temores. Conocía el océano y sus peligros. Había asumido ese riesgo al comenzar a leer. Pero entonces era distinto... Lo sabía.
Había superado oleajes y se juraba, tenaz, que ahora sabría enfrentarlos...
El transcurrir de los días le moderaron los miedos. Decidió entonces que no debía correr. Con mucho cuidado, dejó el libro sobre la mesita y apagó la luz. Tranquila, sin prisas, abandonó el refugio. Cruzó la ventana y regresó a lo real (a la otra esfera).
Sabe que volverá, pero no esquematiza... quizá sea el martes, o en una semana.
Sonríe y, en silencio, comienza a andar...
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Lucrecia, papá Rubén
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