Aquella llamada la tomó por sorpresa. Habían hablado antes y, sin embargo, se sorprendió esta vez.
Saltó de la silla y respondió al instante. Sin que pudiera notarlo, una sonrisa elocuente delineó sus labios, y suspiró...
Durante toda la tarde intercambiaron miradas... y guiños. Él respiró muy cerca... ella se apartó...
La esquina furtiva volvió a reencontrarlos, como alguna vez; antagónicas curvas, homónima intersección...
El miedo jamás se afilió a su aventura y, pese al millar de palabras, hay temas que no se hablan... jamás.
Una mirada les basta para descifrar lo que piensan (y sienten) y, sin cuestionar voluntad (o ganas) hay algo que los vincula, sin más. Siempre fue así, desde aquella noche, cuando por fin se atrevió. Entonces lo supo: ya no podría volver, aprendió a convivir con ello y, al cabo de curvas y cruces, por fin, lo asumió.
Aquella tarde también regresaron juntos. Hablaron tranquilos, un rato, hasta que detuvo su marcha y, una vez más, su intención. Y entonces, sus besos; sin juramentos, sin sueños... sin reglas. Ella descendió del auto. El se marchó. No hubo excusas, ni normas. Ella jamás pregunta; el nunca, jamás, le explicó... No es racional, lo sabe, pero no puede dejarlo; otra vez, no...
Apagó la luz y se acurrucó entre las sábanas. Una sensación de calma abrigaba su pecho, y su espalda. Había dudado unas horas antes de confiscar ese libro. Su historia aún permanecía allí, también una parte de ella; pero claro que aquello era distinto... El repentino capricho supo distraer su atención (y sus ganas). Solo por eso, sabía, había valido la pena...
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Lucrecia, papá Rubén
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