Al cabo de unos cuantos metros miró sobre el hombro. Lo meditó un momento. Dos pasos más y lo supo: Debía subir. Quería intentarlo...
Todo el camino de vuelta meditó la estrategia. Recapituló cada línea, cada sonrisa y una vez más, todo el guión.
Corrió por las escaleras y se asomó a la ventana. Entró sin dudar, de un salto. La tan reiterada escena anticipó cada paso; arrimó el banquito y dispuso el libro sobre su falda. Comenzó a leer. Solo unas líneas (se dijo) y sonrió aliviada sin preguntarse, siquiera, el por qué...
Sobre el final de la página se puso de pie. Ese era el pacto, insistió.
En medio del ridículo apuro tropezó con su miedo y cayó, sobre el costado opuesto de la misma cama. Un frágil escalofrío le recorrió la espalda (y el pecho). Debajo de la mesita, pequeño y como cotejando el peso, descubrió otro libro. Temió. No debía (quería). Esperó. Una mirada encubierta le reveló su portada (y el título). El ímpetu irracional la convenció de acercarse. Lo abrió. Leyó unas palabras. Reconoció la historia. Suspiró. Había leído ese cuento una vez (algunas veces, pensó).
Tras una primera mirada descubrió una marca, pequeña, por la mitad. Se sumergió en esa historia, memorizó alguna pausa, cada silencio... y el fin(todos ellos).
Tuvo el impulso de devolverlo, abandonar ese cuarto, como aquella vez. ¿Tenía sentido volver a arriesgar? No pudo (no quiso) y, en todo caso, no era la misma trama (¿a caso era el mismo formato? ) Sabría que hacer con él...
Entonces, de cuclillas y en un rinconcito, cargada de dudas (y sueños) decidió esperar... Sabía que decidir no estaba a su alcance. Algo la había conducido hasta el cuarto (dos veces) y, en medio de tantos silencios y atajos, ¿qué mal podría hacer ella, con solo sentarse a leer?
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