Hace tiempo no construyo casas. De chica supe intentarlo aunque, a decir verdad, no me quedaban bonitas; creo que me fallaba el pulso... o la paciencia (o ambos). Lo cierto es que me enojaba mucho cuando caía la torre; me impacientaba empezar y... pues bien, no lo hacía...
Con el correr de los años, me aburrí de la estética y enmendé-como pude- los baches más distraídos... Fue entonces cuando entendí, por qué no soy arquitecta.
No. No recuerdo dónde inicié ni tuve jamás en claro hacia dónde me dirigía; es que no he sido buena para orientarme (me pierdo con facilidad) y eso complica el camino. Creo que lo peor, de estos casos, es confundir lazarillos...
De un tiempo a esta parte, aprendí que, a veces, es justo el miedo a caer el que derrumba la torre; sin querer, sin mirar (sin ver), con el codo (al descuido). Dicen que lo que hacemos consciente es solo una mini porción de lo que somos en realidad; que mucho de lo que vemos no lo pensamos jamás y que todo lo no pensando es, en verdad, diferente...
Y no, no puede edificarse jamás sin planos que lo presenten, mas la obsesión de ultimar puede aflojar las paredes...
No siempre es leal idear; a veces, es alguien más quien precede; ese armadillo letal y mordaz que te amenaza (si viene). A veces se deja vencer y otras, sale azaroso (por suerte). Se asoma a hurtadillas y avanza. No pide permiso y es más: te avasalla y... te envuelve. Empieza de a poco a jugar, comienza a apilar (sin cesar) las cartas (muy lentamente), mas te anticipa-brutal y sádicamente- que quién se asoma pierde. Y ahí no te queda opción y te entregás, sin piedad, al laberinto de azar, que ahora... que ahora construye puentes...
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Lucrecia, papá Rubén
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¿Será que existe el azar, la suerte, la eventualidad? ¿Acaso hay un molde inusual; tejidos que debemos hilar, ovillos que desovillar? ¿Será...
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