Tomy, chiquito... Muchacho!

Muchos niños crecen junto a una mascota. Dicen que los ayuda a sociabilizar, a desarrollar el sentido de la responsabilidad, a expresar emociones y a reforzar, también, su sistema inmurológico...

Yo no crecí con una; pedí una y otra vez a mamá que me comprara un perro y la respuesta fue siempre la misma; simple, caprichosa y escueta: no.

Mi hermanito, haciendo uso (y abuso) del derecho y el deber que le confieren ser de todos el más pequeño, no se detuvo a pedir permiso. Una nochecita de diciembre, allá por el 199... y algo, llegó Tomy, y se quedó para siempre, por unos cuantos ratitos... Yo no crecí con él, pero tuve el honor (y el placer) de que fuese él, el que creciera conmigo...

A sus 6 años de edad, tuve que dejar mi casa para venir a la city y, como era también de esperar, no había lugar en mi bolso para traerlo escondido pero se las arregló para visitarme, siempre que mamá o papá lo consideraron oportuno...

No hay una sola de mis visitas a Azul que no extrañe su tierna carita, los saltos color té con leche, aquel gruñido "feroz", las corridas alocadas por el pasillo, el roce caprichoso de sus uñas con la puerta de la escalera y el inagotable reclamo de mimos que me ofrecía, cuando me veía llegar, con los apuntes cansados al hombro y tantos sueños más por delante...

Sospecho que vivió feliz y no me atrevo a dudar que a todos nos hizo felices... Supo llenarme las horas y cuando le faltaron las fuerzas, alguien más decidió por él. No tuvo más opción que marcharse y convertirse en recuerdo para vivir ya sin mí, mas siempre -y para siempre- conmigo.

¡Gracias por todo pequeño...! Tomy, Tomito, Tomás, chiquito... ¡Muchacho!

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