This is me.


Lucrecia es nombre de tía solterona, de mujer seria y acartonada; de loser… Así lo siento, desde pequeña. 
Hasta mis 16 (o 17, digamos) enloquecí a mamá con la insistencia incesante (voraz) de cambiarme el bendito nombre.  Pobrecita mi mamá; ella me explicó hasta el cansancio lo mucho que amaba (y aún ama, supongo) el modo en que decidió nombrarme. Sucede que, al parecer, cuando ella era chica, también, tenía una compañera del cole -al menos, ante su mirada- completamente perfecta: buena, bonita, inteligente, y, por alguna extraña razón, asumió que… todo lo espectacular de esta flaca, podría transferirlo a su hija; que vengo a ser yo, quien escribe. 
Sí, la historia es muy emotiva y hasta me conmueve, un poquito; es por eso que, al crecer, dejé de luchar contra él y decidí mantenerlo, aunque con ciertos ajustes, “convenios”.  Luego de años de Lucre llegó el esperado Lu y, claro, no fue nada deliberado; tampoco es que los obligué sino que, más bien… tracé una sutil estrategia: empecé a presentarme así, como Lu, como para disimular; para que nadie sospeche que, en verdad, no era Lu sino Lucrecia el título de mi documento. Claro que nada es gratuito y, en más de una ocasión, me “ligué” algún “Lucía”, “Lucila”, “Luciana” y hasta “Ludmila” -recuerdo- pero todo resultaba mejor (e incluso menos traumático) que revelar el misterio. 
Un día cualquiera (hace no mucho, verán), sin siquiera sospechar, me cayó la bendita ficha: “Tía… tía… ¡Tía… Lucrecia!”, arrojó ella, mi pitufita del alma, con total naturalidad y sus tan solo 4 años y, ante mi rostro ofuscado y mi arbitrario “no” la remató -sin piedad-: “¿Y cómo te puedo llamar?” y me hizo caer en la cuenta… Mi anular permanece desnudo y la petisa me llama tía… ¡Tía Lucrecia! Caramba, al parecer, se complica…
Si es que me atrevo a indagar (a atravesar el prejuicio), encuentro que el nombre, de origen latino (¿local?) no está, en verdad, tan mal, según su etimología: “Lucrecia, la que gana”, leí en las 3 w y hasta me convenció, un ratito. También encontré atributos que, desde lo racional, jamás me adjudicaría. Sí, soy sensible, emotiva (y terca) pero eso no tiene que ver ni con las letras, ni el lápiz; te puedo creer (hasta ahí…) la activa función de los astros y corregir, sin piedad, lo que me quede más lindo pero el nombre jamás responderá a un mandato o, ¿acaso, la sucesión de signos aloja un poder oculto? De ser así, me lo avisan y arranco mi manuscrito… 
Ahora bien, refutaría Don “Benyo” (el profe del seminario que hasta hoy no comprendo), cuando empezamos con la cuestión, allá por mil nueve noventa y tantos, no puede haber sido igual. Según recuerdo, de chica, no hacía más que discutir con mamá; a lo mejor, lo del nombre no sea más que un condimento. Eso no quita el pesar pero al menos, quizá, lo suavizamos un poco, si le convidamos criterio. Porque, además de sensible, emotiva y terca, soy por demás racional y eso no puedo ocultarlo. Entonces, dijimos, si apenas tenía 17 cuando dejé de pelear (y el tema llevaba algún tiempo…), no hay motivo o razón para adjudicar desazón a un arbitrario puñado de letras. Es más, me veo forzada a afirmar (y hasta, quizá, a jurar) que… algo tendría que hacer, al respecto; no vaya a ser cosa que, tantos dimes y diretes, se cumpla la predicción ¡y siga siempre soltera!  

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